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Cuando había público y la gente veía la misma tele, los juegos olímpicos eran copulativos en el sentido gramatical: conjunciones que unían a los ciudadanos del planeta en una sensación ecuménica. Era difícil sustraerse al olimpismo, aquello era una gran boda planetaria, y hasta el más cínico se ablandaba a los postres y echaba un baile. No era la pasión por el lanzamiento de martillo o los cien metros valla lo que congregaba a millones de espectadores, sino la liturgia comunitaria, el jolgorio universal.

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